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«Hay jugadores que no se toman nada en serio. Y hay hombres que desafían a los tribunales y a la prisión.
Pero pocas veces se ven jugadores que no se toman nada en serio y que desafían tribunales y prisiones. Incluso cuando desafía a Franco y a Castro, Arrabal no es un contestatario, un predicador militante. Es un hombre que juega. Concibe el arte como un juego, y el mundo se convierte en un juego en cuanto lo toca. Pero este siglo es un terreno en donde los juegos están prohibidos, una trampa preparada para los jugadores. Lo primero que leí de él fue. Y pasaron de las esposos a las flores, pieza inspirada por las prisiones de Franco. Fue en Praga, donde por entonces reinaban otros maestros de prisiones. Me decía a mí mismo: Un día, nuestros horrores quedarán olvidados. Pero esta pieza de Arrabal, esta maravilla sucia, esta orquídea de imaginaciones depravadas, esta magnífica flor fétida del mal, esta pieza, permanecerá. Sin duda, me he equivocado. No es esta obra, este homenaje sofocante a Sade, el que permanecerá, sino las imágenes de Epínal de la nueva reescritura de la historia, que desde hoy imponen su visión edificante de loas décadas pasadas, pues desde el vientre de este siglo serio y estúpido sólo nacerá una seriedad todavía más seria y una estupidez todavía más estúpida. « El mundo se ha vuelta mortal y absurdamente serio », dijo Gombrowicz a sus críticos, quienes le han aplaudido, transformándolo sobre la marcha en un escritor serio de remate. ¡Oh, Arrabal!, ¿cómo se llama la estrella bajo la cual avanzas? ¿Marx, anti-Marx, Tocqueville, Sartre, Mandela, Bush? Nada te resulta más indiferente que esta honorable mafia de la Historía. Tu estrella lleva el nombre de Cervantes. Cuando así lo reconociste un día levantando solemnemente la mano hacia el firmamento, el público que te rodeaba (¿el público de los Marx o de los anti-Marx?, no importa), creyendo oir una incongruencia llena de encanto, se echó a reir. (Bien lo sabes: sólo se consigue hacer que rían en los momentos en que uno es más serio). Con la luminosa claridad del absurdo, poco después has expresado el mismo reconocimiento en La hija de King Kong, el último libro que he leído de ti. Es una novela-juego, en la que cada uno de los juegos-fútbol, rugby, ajedrez-es una prisión de reglas, bella como una forma exquisitamente acabada. Contrariamente al jugador de ajedrez, el artista se inventa las reglas él mismo, para él mismo, y es a la vez el arquitecto de la prisión y el prisionero. La hija de King Kong consta de cincuenta capítulos y cada uno de ellos (que nunca supera las tres páginas) contiene: 1) un fragmento de la historia de la protagonista; 2) su vocación de Cervantes (nunca superior a un párrafo); 3) uno o dos proverbios (a semejanza de los de Sancho); y 4) una frase sibilina para concluir. Los juegos son peligrosos: existen prosas, mecanismos de escritura tan sabiamente, tan austeramente, tan desesperadamente lúdicos que, con ellos, uno se muere afixiado de aburrimiento. ¡Oh, Arrabal!, ¿cómo has conseguido, con unas reglas tan monacalmente severas y aplicadas de manera tan sistemática seguir siendo tan impúdicamente divertido? ¿Cómo has conseguido que un personaje irreal e imposible, caído de la ruleta de las reglas y de los cálculos, me haya emocionado hasta tal punto que haya leído sus aventuras totalmente absurdas sin poder parar, de un tirón? La protagonista es educada en un internado religioso, se convierte en prostituta, logra cargarse a sus das chulos y se salva huyendo a América; el viejo jefe de la banda de matones la persigue, quiere matarla, pero acaba por caer seducido, no por su cuerpo ni por su alma, sino por su amor a Cervantes, en quien piensa constantemente durante todas sus aventuras. El dios de esta novela es él, Cervantes. En el último capitulo, el jefe-matón se sube a un asno, la prostituta-cervantófila a un caballo, y se alejan, uno al lado del otro, bajo un manto de estrellas, hacia lo lejos, adentrándose en las praderas de América. ¡Oh Cervantes, padre nuestro!, sea tu nombre por siempre alabado, quédate con nosotros, ya que en la tierra, en esta tierra mortalmente seria y que no nos quiere, estamos abandonados y sólo te tenemos a ti.»
Milan Kundera
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